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Firmando contratos |
La vida
sexual de los reyes europeos, tradicionalmente, si algo no ha sido es casta y discreta. Resultan
vox populii los continuos amantes, escarceos, concubinas y concubinos -que de todo ha habido en la cama del Señor-, incestos, pederastias, infidelidades con cornamentas más grandes que la feria del árbol, violaciones... en fin todo un abanico de posibilidades propios de gente que, teniendo la gracia de Dios encima, hacían de sus capas y sus
genitales un sayo una noche si y otra también. En estas circunstancias, lo que podría esperar el común de los mortales es que las
noches de boda en los casamientos reales fueran lo más parecido que pudiera haber a la imagen de desfase de
Sodoma y
Gomorra (o la casa de
Gran Hermano, en versión actual) dada su fogosidad bajo-ventral. Pues, aunque le parezca mentira, nada más lejos de la realidad...¿se imagina usted haciendo sus "cosillas" en medio de una plaza pública? Pues en una situación semejante se encontraban buena parte de las parejas reales en su primera noche de casados. Un auténtico papelón.
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Aquello no lo calentaba nadie |
Hasta bien entrado el siglo XX, los reyes, reinas, príncipes y princesas, llevaban todos entre sus pertenencias el peso de sus respectivos reinos y principados. Ello significaba de facto que los países que administraban y de los cuales eran herederos eran
posesión personal suya (
ver La curiosa hipoteca del emperador Carlos I de España) cual casa, burro o maleta propios y que, por tanto, eran una mercancía más con los que comerciar y traficar a su antojo. En esta situación, las bodas eran algo más que una simple boda por
amor, por lo que los intereses económicos y de equilibrio de poder entre las familias reinantes mandaban por encima de cualquier otra consideración. ¿Casarse por amor? Que no les fueran con
memeces...
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Enrique IV ¿el impotente? |
Así las cosas, las bodas de conveniencia entre los herederos eran simples
mercadeos de tierras y siervos con el fin de aumentar el poder de los clanes reales implicados. Ello hacía que en no pocas veces, las bodas reales se hicieran entre
adolescentes -o directamente niños- los cuales tenían por derecho divino -y por garrotazo de los padres- unir diversas coronas en la nueva familia que estaban formando. La firma de este contrato
puramente mercantil se sellaba con la consumación del "
casquete" entre los recién esposos (
ver Juan de Aragón, el príncipe español muerto a polvos). Pero claro... tanta trascendencia tenía esta "firma" que si no se llegaba a producir, la boda podía darse por nula y echar al traste todas las expectativas de poder levantadas. Había que certificarla... y ¿qué mejor que tener
testigos de la firma?
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César Borgia ¿le metió 8? |
Imagínese la escena, que bien podría ser de
vodevil: Un par de adolescentes (diecipocos y diecimenos), que era prácticamente la primera vez que veían a su "partenaire", en una época en que hablar de sexo era sinónimo de pensión completa para la eternidad en las ollas de
Pedro Botero, más inocentes que el culo de un cubo -llegar vírgenes al matrimonio era condición
sine-qua-non-, situados en una cama más grande y fría que una pista de patinaje y rodeados de los morbosos ojos de sirvientes, curas y notarios ávidos de poder certificar la unión. La
presión sobre el par de tortolitos era similar a tener encima un trailer de 16 ejes, de tal forma que hacer cualquier otra cosa que no fuera jugar al parchís era poco menos que imposible.
En los mejores casos, en que se respetaba mínimamente la privacidad (¿eso qué eh?) de la pareja, los notarios se esperaban fuera -esperando ver las sábanas manchadas de sangre por la virginidad de la princesa- o, lo más normal, se corría una cortina entre los testigos y ellos. Obvia decir que lo único que se corría en aquella sala era la cortina.
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Tapados hasta las cejas |
La mayoría de las veces, dado que era un mero formalismo, los testigos hacían la
vista la gorda y daban por buena una unión que en realidad no se había producido, atribuyendo al marido una potencia sexual más parecida a la de un
búfalo que a la de una persona con el fin de dejar bien al pobre chaval, el cual ni tenía el cuerpo ni los conocimientos de qué hacer en aquel momento. No eran pocos los testimonios -sobre todo por testigos contrarios a la unión- de
impotencia manifiesta que solicitaban anular la boda-contrato. Más allá de discapacidades
endogámicas diversas, en semejantes circunstancias de "intimidad" -léase, intimidación-, lo más raro es que se hubiera podido llegar a "firmar" cualquier unión de reinos de esta forma durante más de mil años.
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Los Reyes Católicos |
Los Reyes Católicos y toda su estirpe, los Tudor ingleses, los Borgia... sea como sea, y dada las sensacionales noches de bodas que se corrieron (ejem), no es de extrañar que, cuando crecieran y aprendieran un poco de qué iba el percal, se dieran tanto ellos como ellas, todos (y digo
todos) los gustazos que les pidiera el cuerpo. De esta forma el disgusto y el complejo de una primera vez absolutamente desquiciada se equilibraba con el desquiciado complejo de no darse un disgusto el resto de su vida.
...o no.
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Si fallaban, siempre había gente que los animaban |
Webgrafía
A otros les podía la presión, Felipe V, por ejemplo o más exactamente a su primera mujer: http://elpais.com/diario/2005/09/06/catalunya/1125968842_850215.html
ResponderEliminarLas bodas por "amor" no eran, antes del siglo XIX, e incluso después, la norma. Pero no solo entre la realeza o la nobleza, era muy común, incluso entre familias no nobles ni aristocráticas, que el padre, o a falta de él el hermano mayor o la familia patrocinaran los matrimonios de sus hijos, muchas veces llegando a acuerdos previos cuando los futuros contrayentes eran aún unos niños.
ResponderEliminarLa mínima posición de una familia se regía a la hora del matrimonio por ciertos principios uno de los cuales era la posición social. Así, por ejemplo las hijas del molinero o del herrero, (posiciones muy consideradas en una poblacion) no podían o debian casarse con cualquiera, un hombre procedente de una familia sin recursos ni tierras no podía aspirar a su mano y se buscaba para ello un pretendiente propietario y acorde.
De la misma manera los hidalgos, muchos de ellos sin fortuna alguna, procuraban casar a sus hijos e hijas entre ellos, los propietarios de tierras, pocas o muchas, buscaban asimismo matrimonios igualitarios para sus vástagos.
En el Antiguo Régimen la movilidad social por medio del matrimonio estaba bastante restringida aunque se daban casos. Hay que tener en cuenta que la mujer rara vez podía valerse por si misma en una sociedad en la que el varón era el que debía aportar los recursos económicos, el trabajo femenino, fuera de las labores del hogar o el servicio, era muy raro y no habia precisamente grandes oportunidades para ellas en un ámbito laboral muy masculinizado. Por ello era prioritario para muchas familias situar a sus hijas en alguna parte fueta de la familia (las solteronas se convertían en una carga para sus padres y parientes)
se suponía siempre la aportación de una dote al matrimonio, por mínima que esta fuera, en ciertos casos solo consistía en aportar ropa, utensilios para el hogar, algún mobiliario o animales para criar como vacas, ovejas... etc. Pero claro, habia que tenerlos. Otra solución para las mujeres era el convento, los habia que admitían novicias con una pequeña dote, e incluso las doncellas nobles pobres podían optar a ser pensionadas en algunos establecimientos, o para las menos pudientes ser admitidas como hermanas legas en un convento.
La mayor posibilidad de promoción social en el Antiguo Regimen, sobre todo para los hombres fue la iglesia.
Existían casos en los que se producían matrimonios desiguales (y no por ello dejaban de estar concertados), por ejemplo un buen apellido aunque sin fortuna, podía ser interesante para alguien con mejor fortuna pero de origen más vulgar.
Finalmente si se daban algunos (unos pocos) matrimonios por amor (o más bien por una suerte de pasión). Cuando la familia o familias se oponían a una unión de este tipo algunos recurrían a la fuga y el matrimonio clandestino, o más frecuentemente a la costumbre del rapto, que consistía en que el aspirante, de común acuerdo con la chica, fingía raptarla, pasando la noche fuera, y al día siguiente se presentaba a la familia y pedía la bendición, lo normal era que se la dieran a regañadientes para reparar el escándalo producido.
En resumidas cuentas, los matrimonios, hasta bien entrado el siglo XIX, estaban basados en códigos muy distintos al del amor y el amor romántico, primado cuestiones de estatus, económicos, sociales y culturales.
Lo del amor y el romanticismo en una institución como el matrimonio es un invento de la sociedad burguesa del siglo XIX.