Hoy, cuento: La rectitud
Era Don Germán un hombre respetado en su comunidad, una auténtica autoridad social. Tal consideración por parte de sus conciudadanos había sido ganada a pulso de una sacrificada rectitud y unos principios sin mácula. Estas características hacían de él una autentica rara avis en un mundo donde la corrupción, la falsedad y el egoísmo eran la moneda de cambio doquier se mirara.
Acompañaba a este filántropo una merecida fama de sabio al haber conseguido, partiendo de unos orígenes muy humildes y a base de una formación meramente autodidacta, llegar a hacer sombra a cualquier experto tanto en literatura, como en filosofía o conocimientos de política o de ciencias naturales. Una prodigiosa mente asociada a una integridad modélica habían hecho de Don Germán, un auténtico portento de la especie humana.
Querido como pocos gracias a su talante de natural amable, este hombre de bien defendía infatigablemente la justicia social y los derechos humanos allí donde fueran estos conculcados. A sus sesenta y cinco años, había trabajado -y aún trabajaba- apasionadamente en favor de los más desfavorecidos, denunciando cualquier tropelía que fuera detectada por su analítica y maravillosa mente. Ello hacía de él un auténtico azote para todos aquellos que con aviesas intenciones intentaban clavar dentellada a la tierna carne de los más débiles.
Don Germán era un personaje serio, valiente, y gracias a su profunda formación y fluida oratoria, no tenía miedo en dirigirse a la gente cuando así se lo solicitaban, encandilando con sus ideas, forma de ser y forma de actuar a toda su audiencia. Incluso llegaron a proponerle la creación de un partido político, pero humildemente declinaba todos los ofrecimientos que en este sentido recibía: su modestia y honradez se lo impedían.
En una ocasión, Don Germán fue impelido a dirigir unas palabras sobre un tema de tan candente actualidad como es el de la inmigración y los problemas que comporta. Un público entregado estaba deseoso de escuchar su docta palabra. Ni corto ni perezoso, aceptó la propuesta.
El día de la conferencia y ante un auditorio hasta la bandera, nuestro docto personaje se dispuso a tomar la palabra. Iba vestido con un elegante y sobrio traje-chaqueta digno de los mejores acontecimientos cuando tomó posesión de su atril. La soledad en aquel estrado era desoladora, el silencio de la audiencia sepulcral y el daño de los miles de ojos clavándose en su persona, infinita.
Fue en el preciso momento de empezar a hablar que Don Germán no pudo reprimir un furtivo y retronante pedo. La gente empezó a bisbisear ansiosamente.
Un mito se había desmoronado ante ellos.
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La soledad, en aquel estrado, era desoladora |
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