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Capítulo 7: El asunto del canal

La Red Flag Act o cuando los coches llevaron una bandera roja delante

Red Flag Act
¿Se imagina una autopista cualquiera en hora punta, en que cada coche llevara delante de él, andando, a una persona con una bandera roja? Sin duda, los accidentes de tráfico no serían el grave problema social que son hoy en día aunque, claro, el simple hecho de desplazarse al pueblo de al lado sería una auténtica aventura. Pues bien, este hecho, que por su bis cómica bien pudiera ser digno de una "jaimitada" fue una cruda realidad que tuvieron que sufrir en Inglaterra durante un tiempo. Corría el año 1865, y la Red Flag Act había entrado en vigor.

La Rapide (1881)
El desarrollo de la máquina de vapor había hecho que, a principios del siglo XIX, la utilización de esta tecnología se expandiera a todos los ámbitos en los que la ingeniería había sido capaz de aplicarla. Barcos y trenes se llevaron la mayor parte de usos, pero también se aplicó en vehículos de transporte terrestre, que revolucionaron -nunca mejor dicho- la circulación por las carreteras de las potencias tecnológicas europeas. No se engañe, España no estaba entre ellas.

Vapor Roper 1870
Y comentaba lo de "revolucionar" porque si bien, la llegada de los coches como pequeños vehículos autopropulsados aún tardaría bastantes años en ser efectiva (ver Bertha Benz y el primer viaje en automóvil), vehículos grandes de transporte colectivo equipados con pesados artefactos de vapor ya corrían por esas escacharradas carreteras de Dios. Pero claro... todo cambio tiene una serie de inconvenientes y, en este caso, se traducía en un mayor peso de los trastos que circulaban, una velocidad mayor que la de los caballos y unos ruidos de mil demonios que, en conjunto, ponían del revés los oídos y los corazones de los -hasta entonces- tranquilos villorrios por los que transcurrían.

El vapor encabritaba los caballos
Todas estas novedades se tradujeron en un rápido y serio trastorno de la vida cotidiana de la gente,  la cual se quejaba más y más por los serios inconvenientes que -según ellos- les producían los nuevos artefactos autopropulsados. Ni los puentes, ni las calles, ni las carreteras estaban preparadas para soportar los tonelajes de los vehículos; los silbidos penetrantes de las maquinarias de vapor en funcionamiento espantaban a los caballos de los coches que circulaban tranquilamente a su lado, produciendo accidentes de tráfico y poniendo en serio peligro a sus ocupantes. Las quejas llovieron por todas partes y las autoridades se vieron obligadas a regular la circulación de los nuevos cachivaches autopropulsados imponiendo límites de velocidad.

La Obéissante (1875)
En 1835 y en 1861, en Inglaterra, se impusieron restricciones al tráfico rodado, que reducían la velocidad e imponían una serie de tasas (cómo no) y de criterios -tales como la forma de las ruedas- con los cuales regular la circulación por las carreteras, las cuales, básicamente eran pistas de tierra compactada por el uso. Sin embargo, lo que no se puede hacer es poner puertas al campo y, a pesar de las limitaciones, el desarrollo y expansión de los primeros automotores fue in crescendo, aumentando con ellos los conflictos entre la tradicional sociedad británica y los nuevos usos tecnológicos. Los gerifaltes ingleses decidieron acabar con el problema de raíz.

La bandera roja era obligatoria
El 5 de julio de 1865 entraba en vigor la llamada "Red Flag Act" (Ley de la Bandera Roja), por la cual, además de limitar la velocidad de los automóviles a 6.4 km/h por el campo y 3.2 km/h por ciudad -lo que significaba ir a una velocidad más baja que las de las personas andando-, limitar el peso a 14 toneladas y el ancho a 2.70 m, se obligaba a cada vehículo circulante a llevar tres conductores y una persona delante, la cual, a una distancia de no menos de 55 metros, fuera andando provista de una bandera roja para avisar de su posición. ¡Ah! y si no se cumplía... multa de 10 libras. ¡Mucho ojito!

Demasiadas novedades
A pesar de estas absurdas limitaciones, ridículas incluso para la época, la gente hizo de su capa un sayo, aun a costa de que los guardias dejaran  sus plumas secas a base de poner multas. Ello, junto al desarrollo del motor de combustión interna, que revolucionó la construcción de automóviles más pequeños y rápidos, hizo que la ley de la Bandera Roja estuviera en vigor hasta 1896 en que, ante la imposibilidad de contener la avalancha rodada, la presión de la incipiente industria automovilística inglesa y la competencia francesa, se decidió revocar la ley de 1865 y aumentar la velocidad máxima hasta los 22 km/h. Todo un logro para los pioneros del automovilismo.

Un día normal
En la actualidad, en que los coches son capaces de generar unas velocidades y unas potencias de miedo, resulta inconcebible que unas limitaciones semejantes pudieran ser implementadas. La cantidad ingente de vehículos de todo tipo y tamaño, junto con el colapso total de las carreteras, lo haría imposible, aunque bien mirado, no haría falta aprobar ninguna ley semejante: alcanzar las velocidades que estipulaba la Red Flag Act, en una cualquier hora punta, la mayoría de veces resulta una auténtica utopía.

En el pecado llevamos la penitencia, definitivamente.


La Red Flag Act estuvo en vigor hasta 1896

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