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Passchendaele, barro y muerte |
Que la
guerra es una
absurdidad en la que nunca gana nadie es algo que, a pesar de que no me canse de mostrar mil y un ejemplos de ello en
Memento Mori (
ver Kaya Koyu, el monumento a la sinrazón humana), por evidente y reiterado, ya nos suena como a vacío. No obstante, y como el ser humano, a pesar del apelativo “sapiens”, acostumbra a ser bastante duro de entendederas y muy corto de memoria, nunca está de más el repetirlo. Y más si, como en la historia que os traigo hoy, se saldó con la espeluznante desaparición de más de
40.000 soldados tragados, literalmente, por el
fango. Me refiero a la pavorosa
Batalla de Passchendaele.
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¿Trincheras o matadero? |
Si alguna guerra ha habido que merezca el apelativo de “matanza”, esa ha sido la
Primera Guerra Mundial. El hecho de ser un conflicto armado en que las técnicas de matar del siglo XX se estrellaban de bruces con las decisiones de unos mandos anclados mentalmente en el siglo XIX, produjo la
carnicería más gratuita y absurda de la historia de la humanidad. En este contexto, en que los soldados solo eran carne fresca a disposición de unos cuadros cómodamente ubicados en sus palacetes de la retaguardia, el
Frente Occidental se había convertido en una inútil cinta continua de desdichados que llevar al
matadero. Un matadero enquistado en una inmóvil guerra de
trincheras.
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Avance mínimo |
A mediados de 1917, el frente ubicado en tierras belgas continuaba clavado en las cercanías de la ciudad flamenca de
Ypres sin que ninguno de los contendientes, ya fueran los Aliados o el Imperio Alemán, avanzase más que unos pocos metros hacia un sentido u otro a costa de numerosísimas bajas. En esta situación, tras una serie de encuentros entre el alto mando aliado, el general británico
Douglas Haig decide que la mejor opción para decantar la balanza es un ataque masivo de las tropas británicas y francesas para, rompiendo rápidamente el frente ubicado al sur y este de Ypres tomar la pequeña villa de Passchendaele, distante tan solo 12 km de esta ciudad belga. La reciente victoria de
Messines (14 de junio de 1917) unos pocos kilómetros más al sur, el romper la linea férrea de suministro de la base de submarinos alemanes ubicada en
Brujas y que pasaba a 8 km al este de Passchendaele, así como el tremendo miedo a que el posible abandono de la guerra por parte de Rusia liberara el
Frente Oriental y diera una superioridad decisiva a los teutones, parecían avalar la operación, la cual empezaría el día 31 de julio. Sin embargo, una cosa es la teoría y otra, como más tarde se pudo ver, la realidad.
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General Sir Douglas Haig |
Una de las variables que tuvo en cuenta el General Haig y sus asesores fue la
climatología, habida cuenta que las lluvias enfangaban el campo de batalla y no permitían un rápido avance ni de las tropas, ni de las caballerías, ni del armamento pesado. Las estadísticas decían que durante la primera quincena de agosto era cuando
menos llovía en la zona, de tal forma que el tiempo sería lo suficientemente estable como para permitir avanzar. El único inconveniente fue que el 2 de agosto comenzó a llover de forma torrencial con las peores lluvias recogidas en los últimos 30 años. De la forma más sorprendente posible, el
Alto Mando, lejos de suspender la operación, siguió con ella adelante.
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Tierras llanas y fértiles |
La zona de Ypres es una zona eminentemente
llana que, modelada por los hielos de la última era glacial, se encuentra cubierta con una capa de varios metros de
arcillas y arenas. Una fértil capa sedimentaria producto de la deposición eólica, así como de la colmatación de lagos someros con los finos materiales que la retirada del casquete glacial iba dejando expuestos a la intemperie. No en vano antes de la guerra la zona había desarrollado una fuerte
economía agrícola. No obstante esta composición del suelo problemática, para más inri, las capas más profundas estaban formadas por
lutitas (arcillas), margas y arenas de época terciaria. Y ante este panorama potencialmente embarrado, como es fácil de prever,
Murphy se puso las botas (
ver La real y truculenta historia que inspiró a Moby Dick).
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Fango y destrucción |
Las lluvias torrenciales se prolongaron hasta el
20 de septiembre, tiempo en que la feroz ofensiva aliada se encontró con la aún más feroz defensa alemana (la cual no dudó en utilizar sus temidos
gases asfixiantes -
ver La macabra innovación española de bombardear con gases asfixiantes la población civil). La ganancia y pérdida de terrenos era continua, y a un avance mínimo le seguía una igual mínima reconquista pero a un
coste elevadísimo de vidas tanto para uno como para otro. Se estima que la media era de más de
2.000 muertos diarios... ¡por bando! Una auténtica carnicería.
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Animales atrapados en el fango |
Conforme que la ofensiva continuaba pese a las voces cualificadas que se levantaban en contra, los continuos bombardeos, junto con la insistente lluvia convirtieron el terreno en un tremendo
lodazal en que, a modo de inmenso pantanal de arenas movedizas y fango pegajoso, las personas y las caballerías, literalmente,
se ahogaban. Los tanques no se podían utilizar al quedar atrapados en el lodo e incluso los rifles quedaban inutilizados si les entraba barro en el cañón. La llegada del otoño y el correspondiente mal tiempo no hicieron más que
empeorar las cosas, situación que se tuvo que sumar al derrumbe total de la moral de las
tropas británicas que veían como, lejos de ser la corta y contundente ofensiva prometida, la situación se
eternizaba sin resultados positivos.
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Tropas canadienses |
Ante la prolongación de las hostilidades, el Alto Mando Aliado decidió incorporar tropas
canadienses de refresco que se sumasen a los británicos y franceses, entrando en combate el 7 de octubre, consiguiendo llegar a Passchendaele finalmente el 6 de noviembre y dándose por finalizada la operación el 11 de noviembre de 1917. Una operación que se puede traducir en que se utilizaron
102 días de ofensiva a degüello para avanzar tan solo
8 kilómetros. Para mear y no echar gota.
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Passchendale, antes y después |
El resultado final de la Batalla de Passchendaele fue, sencillamente,
aterrador. Si bien hay cierta controversia en los números finales, se estima que los británicos perdieron 250.000 soldados, los franceses 8.500, los canadienses unos 4.000 y los alemanes unos 260.000. Más de
medio millón de víctimas de los cuales unos 90.000 no se pudieron identificar. Se lanzaron más de
4 millones de obuses que hicieron desaparecer del mapa el pueblo de Passchendaele (el nuevo ocupa el mismo sitio pero se denomina
Passendale) dejando el suelo triturado a base de cráteres -algunos se han convertido en lagunas naturalizadas- y transformándolo en un lodazal en el que desaparecieron los cuerpos de entre 40.000 y 42.000 personas, los cuales
jamás fueron encontrados.
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Infierno de lodo |
A día de hoy, nadie se explica el porqué de la
obstinación del General Haig en dicha operación, sobre todo por el resultado tan
pírrico obtenido. Se especula que fue la honrilla por conseguir una victoria británica antes de que llegasen los refuerzos yanquis (
ver Henry Gunther, el último muerto de la 1ª Guerra Mundial), lo que motivó el mantenimiento a ultranza de la ofensiva pese a tenerlo
todo en contra. Incluso el primer ministro inglés de entonces,
Lloyd George, en 1934 (ya había pasado un tiempo prudencial, claro) declaró que ningún soldado ni ningún servicio de inteligencia era capaz de defender aquella campaña, la cual se podía considerar
el peor desastre de toda la Gran Guerra. Una Gran Guerra que, estigmatizada por el “espectáculo” dantesco y sin sentido de Passchendaele, tiene como imagen icónica la absoluta destrucción generada en esta esquizofrénica batalla.
O como expresó el poeta
Siegfried Loraine Sassoon: Morí en el infierno...
...(lo llamaron Passchendaele).
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